porque no está mal que terminen las historias mientras haya historias que contar

30.8.15

Seguí soñando

Lo escribo porque no me lo quiero olvidar. Lo escribo porque estando en palabras se hace un poco más real. 

Me acosté esperando que pasara algo en relación a él (llamémosle Rey), cosa que no tenía sentido, porque nada podía suceder en esa situación. Pero me dormí así, pensándolo, como tantas otras noches (aunque ya era de mañana). Antes de entregarme a mi inconsciente escribí: "te sueño y es tan perfecto que asusta". Y no es tan mágico, porque dicen que en los sueños aparecen cosas que suceden o que pensamos en el transcurso del día, así que como esperarán que diga: soñé con él.

Que no es cualquiera. Atrayéndonos y rechazándonos como hace falta, así como escribió Cortázar, nunca pudimos terminar de empezar. Nunca nos dijimos cosas lindas -con palabras, pero sí con los ojos y las manos-, jamás rozamos nuestros labios ni por asomo -pero sí en mi mente y juraría que en la de Rey también-, disputamos temas serios y nos matamos a los gritos por nimiedades, nos criticamos a nuestras espaldas pero siempre concluyendo cara a cara porque nunca nos traicionaríamos así. Pero, como decía, jamás nada. Para todos, nada. Para mí, todo. Para él, no lo sé bien (y ni aunque lo viera todos los días lo sabría porque es perfecto en no darme certezas -y en todo-).

Entonces, contaba, soñé con Rey. No sé bien qué pasaba. Peleábamos, o tal vez simplemente yo había discutido fuerte con otra persona, pero estaba triste y enojada, en el rincón de una plaza, sentada como hecha una bolita, resignada a llorar y a indignarme más y más. En eso llegaba él. Acelerado, con bronca, harto. Sí, la discusión fuerte había sido con él. Y con toda esa ira, con todo lo que hace que no podamos estar juntos, con más enojo todavía porque "encima la enojada era yo", me levantó del piso y me besó. Me besó con furia, pero no esa furia de novela que se torna sexual enseguida o nunca cuadran bien los labios. Con furia de vida real, con furia desquitando odio por la pelea, y por los obstáculos, y por todos los besos no dados. Con furia exhalando bien fuerte sobre mí, con furia absorbiendo mis lágrimas y transformándolas en más furia que se transformaba en besos. Furiosos pero suaves. Furiosos pero destilando ternura. Furiosos por haber llegado tan tarde. Furiosos por haber estado tanto tiempo encerrados. Y furiosos porque para él me había comportado como una imbécil.

Con furia, con odio, pero suaves. Hermosos. Perfectos. Soñados. Literalmente. Porque después me desperté y tuve esa sensación rara que se tiene con los sueños lindos, de haberse sentido tan bien pero en realidad ser todo una mentira. Porque no solo ese beso no existió, sino que tampoco todas esas ganas acumuladas. O al menos no lo sé.

Rey, vos, cuando te cruce, que ojalá sea pronto, te voy a decir "soñé con vos". Y cuando me preguntes qué, te voy a responder que no me acuerdo. Por esa tensión linda. Para seguir sumando a esto que pasa entre nosotros dos, al menos en mi almohada.

28.8.15

Viernes

Es viernes. Amo los viernes porque para mí significan que todo puede ser. Son promesa de cambio, y no es que esté mal con mi presente, pero los viernes tienen ese no-sé-qué de que ese fin de semana SÍ. No sé qué cosa SÍ, pero el viernes jura que algo va a pasar. Algo grande. Algo diferente. Tampoco es que uno anda queriendo que le cambie la vida, pero es como si sí. El viernes se siente como si sí.

El viernes es, técnicamente, el quinto día de la semana. Para mí es el primero. Porque sólo de la nada es que se puede crear absolutamente cualquier cosa. Es la expectativa. Es infinidad. Si fuera un número sería periódico. Si fuera un sonido sería ese pi que se escucha en la oscuridad más silenciosa. Y creo que no hay muchas más cosas así de infinitas como el viernes, y el pi, y los números periódicos, así que no voy a subestimarlo con otras comparaciones.

Para los japoneses y los coreanos, el viernes es el "día del oro". Los corrijo, señores con ojos chinos (sí, así de ignorante): es el día de salir a excavar a buscar el mineral más preciado. Pero quienes le dan el nombre al viernes son los griegos, por Venus. La diosa del amor. Sólo voy a atar cabos y decir que para quienes se desesperan por encontrar al sentimiento ese del corazón rojo al cual Venus representa; el viernes es la esperanza de que aparezca. Por la noche, o a la vuelta; entre tragos o en un colectivo; quizás el sábado o el domingo; pero es el "quinto" día de la semana el que lo promete, el que lo advierte, el que lo anuncia. Y el que la mayoría de las veces... miente.

Y aunque la mayoría de los amores sobre los que escuchamos todos surgieron un lunes, o un martes, o un miércoles, ahí va el tontito, soñando un viernes. Y despertando con una pesadilla (todo sin  la necesidad de dormir). Porque seguramente el sábado y el domingo tengas que cargar con un nuevo hoy tampoco. Y van...

23.8.15

Qué garrón

"Qué garrón", pensé cuando los vi desde el auto ahí, echados en el verde al costado de la autopista. "Qué paja que ese sea su plan de domingo", seguí hablando conmigo misma. Mientras me dirigía a no importa dónde, bastante rápido, en el coche de Nico.

Seguimos por ahí media hora más y a cada rato se veían grupos de personas disfrutando del último día del fin de semana en esos pastos. Algunos jugaban al fútbol, de todas las edades y mezclados, y en un grupo se veía, perdida entre ellos, una chiquita con dos colitas intentando estar a la altura de los varones. Otros tomaban mate, comían y charlaban; unos pocos parecían hablar seriedades; el resto, de esas nimiedades que divierten. También estaban los que tomaban sol, desde el mismísimo cesped o una reposera. Porque sí, el clima estaba hermoso, lo recordaba de cuando me había subido al auto.

Porque, cierto, yo estaba en la autopista, apurada por llegar. Mientras tanto, uno que acababa de meter un gol en el arco que había armado con dos buzos, pensaba "qué garrón andar apurado en auto un domingo así de lindo".

18.8.15

En el cuello sí

"En el cuello no, en el cuello no", pensaba mientras se iba acercando con su boca a un rítmo lentamente excitante. Claramente podía frenarlo, pero ¿por qué? Si en realidad me fascinaba. Lo que me limitaba era esa puerta que se abre con los besos en el cuello, esas ganas que tenía miedo de tener. Esas ganas de que me conociera toda, aunque en realidad, de alguna forma, no hay lugar más íntimo que el cuello. "Entonces en el cuello sí, dale", pensé, aunque ya no tenía opción. Y me entregué, hasta que los escalofríos fueron tales que moví la cabeza hacia un lado, como sacándolo pero con obvias intenciones de que volviera, porque quería hacerle saber que eso me encantaba, y todavía más porque parecía que a él le fascinaba también.

"Sos adictiva", me dijo al despedirnos. Yo ya le había dado el último beso e incluso empezado a caminar, pero volví y lo besé otra vez, como para darle esa dosis final y que terminara de confirmar que yo era su droga preferida. Me fui comprendiéndolo, porque yo tenía esa exacta sensación: ¿cómo no nos iba a viciar sentir al extremo y generar lo mismo en el otro? Fuera cual fuera el que desencadenara al otro factor; de que los dos teníamos los sentidos al límite no había ninguna duda. 

No podía parar de respirarle sobre el cuello. No solo tenía el perfume más rico que había sentido en mucho tiempo, sino que en su piel quedaba mejor que en cualquier otra. Hasta ahí llegué con besos, después pasé apenas la lengua, hasta que volví a comprobar que los perfumes son ricos para oler pero no para chupar. Entonces me quedé ahí, respirando, exagerando mi exhalación para lograr estremecerla. En eso torció la cabeza para un costado percatándome de que mi objetivo estaba siendo cumplido. Le había erizado todo el cuerpo, y saber lo que le estaba generando me gustaba tanto o más que su piel, su perfume y todos mis sentidos sobre su cuello. Que, pf, eso ya me volvía loco.

"Sos adictiva", se me escapó cuando nos saludábamos. No quería decírselo, pero como una droga no pude evitarlo; no podía evitarla a ella, a sus besos, a su piel, a su perfume. No la quería dejar ir. La quería más y toda, aunque durante mi batalla pacífica con su cuello ya la había sentido perfecta y mía. Pero no me alcanzaba, y con el tiempo supe que nunca me alcanzaría. No porque a ella le faltara algo, sino porque a mí siempre me iba a faltar ella.